“La obra terminada, es la caligrafía propia, el arte propio. Algo suyo”.

Javier Adrián Rivera Ramírez, nació el 4 de octubre de 1979 en Portoviejo, pero proviene de La Pila, ya que sus padres son de esa parroquia. Tiene 43 años.

Pertenece a la segunda generación de artesanos del barro. Comenzó junto a su padre cuando tenía unos 15, 16 años. Su madre se dedicaba a ayudar con la preparación del material y las herramientas. Su hermano, del mismo oficio, hace piezas pequeñas, mientras que él las hace de todos los tamaños.

En sus viajes a las ciudades: Quito y Cuenca, se ha capacitado con artistas y maestros que le han aportado nuevas visiones y técnicas. 

Él opina que se nace con esa estrella para hacer algo diferente; hacer que el pasado se vuelva presente. “La sensación de manipular el barro es algo muy bonito” afirma. “Es como llegar a un sueño que se hace realidad. Es sentirse parte de los antepasados, llegar a un mundo realmente distinto al de hoy. Es algo muy especial, muy bonito, excepcional”.

Se considera un artesano diferente. Con sus manos, hace realidad de día, el producto de sus sueños y reflexiones nocturnas. Aunque también hace realidad los sueños de otras personas. 

Habla de “rescatar”, de ser un representante que hace una pieza de los antepasados, pero también hace cosas modernas, abstractas, que la sociedad pide.

Usa lo natural, el barro, que califica de energético. Habla de la pasión, de la necesidad de hacer algo con sus manos propias, que son las manos de sus antepasados, de ahí la necesidad no solo de replicar, sino también de crear.

Menciona que cuando la gente compra sus piezas, siente esa transmisión de lo antiguo de manos del artesano, y es que, aunque es una copia, está cargada de ancestralidad. Son piezas cuyos modelos salen de los libros y de los museos para estar como colecciones en las casas; eso representa a la cultura precolombina o prehispánica. 

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